De Enrique Alcalá Ortiz.
Otro momento de regocijo era la Navidad. Para conmemorarla, las puertas de la iglesia se abrían de nuevo y por la tarde se celebraban las Jornaícas con las que solemnizábamos las Pascuas. El mismo sacristán tocaba el pequeño piano del coro, y los jóvenes cantaban villancicos. Oír la campana y salir volando era todo uno, porque había que correr para coger asiento y no quedarse todo el rato de pie. Si había suerte y el sacristán estaba de buenas, te subías al coro donde tenías una vista panorámica de todo, y dominabas la situación. Los pastores de Belén cantado son vago recuerdo en mi memoria. Muy pequeño representaron la Pastorá y los vi en el portal comiendo sus migas, pero esta celebración, típica durante muchos años, dejó de representarse por el enfriamiento de los actores. No así en otros pueblos, que continúan con la tradición heredada.
Pastores a las puertas de la Ermita de Belén. |
Lo que sí estaba en todo su auge eran las rondallas, comparsas o murgas que se creaban para cantar villancicos. En mi calle, había una formada por chicos mayores que yo. Éstos eran entonces los protagonistas. Las chicas hacían rincoros, pero no participaban en estos grupos musicales que por entonces eran cosa de hombres. Afortunadamente, hoy se ha incorporado la mujer, con lo que se ha enriquecido el coro. Ensayaban unas casas más arriba que la mía, en la casa de Perico, siendo dirigidos por su padre, de imaginación e ingenio tal, que él mismo creó la música y la letra de numerosos villancicos. Con orzas y pellejos de conejo hacían las zambombas; con un palo dentado, las carrañacas; varios tapones de cerveza y refrescos machacados se juntaban y se clavaban con una puntilla en una pequeña tabla, hasta que había varias hileras y ya estaban los platillos; para el triángulo se doblaba una barra de acero; las gruesas botellas de anís de Rute se convertían en instrumento musical, deslizando una barra por su superficie. Con estos útiles de sonido, (no me atrevo a llamarlos instrumentos musicales para no herir finas sensibilidades), se ensayaba semanas antes. Y llegada la Navidad, iban por todo el barrio parándose de casa en casa, tocando y cantando con un ritmo propio y alucinante bajo la batuta de un director que hacía de su dirección una actuación de teatro. Los vecinos les daban una propina, o bien los invitaban a mostachos y anís. Hubo ocasión que fueron por aldeas y cortijadas, mostrando su arte y llenando, a la vez, sus estómagos y su bolsa. Como buenos amigos, se repartían las ganancias que volaban con sana alegría y contento.
Arriba he dicho que en esta calle de Enmedio Huerta Palacio no había ningún negocio. Pero esta afirmación es una verdad a medias, porque sí había un negocio público: una miga. Estaba regentada por Amparo, la santera, una mujer vivaracha, seca como un sarmiento, con unas lentes gruesas como tacos de jamón y vestida de oscuro o con el hábito de San Francisco. No tenía ningún título, ni estudios, y a su edad, si sabía algo de letras era casi un milagro. La miga la tenía instalada en la pequeña vivienda existente en la sacristía de la iglesia, pero con el buen tiempo se salían al patio, ella y toda la tropa. Los alumnos no tenían edad escolar puesto que el establecimiento era como las guarderías actuales y no se daba ningún tipo de clase. Ni se escribía, ni se contaba, ni se hacían cuentas. Los chiquillos sólo cantaban y rezaban, aparte de dar algunas correrías en un descuido de la santera. Como no tenía instalación mobiliaria ninguna, cuando se iba a la miga, la mamá o el chaval, si era un poco crecido, tenían que llevarse su propia silla para poder sentarse. Así que a la hora de la salida, veías a este enjambre infantil con su silla debajo del brazo o echada a la cabeza desparramándose por las calles del barrio y perdiéndose poco a poco entre las puertas de sus casas. La paga era diaria, unas perras gordas al entrar con el asiento y ya tenías la matrícula hecha para ese día.
Fuente de información: